Tradicionalmente se ha pensado que la ciencia era esencialmente buena. Esto se debe a que se creía que su objetivo, aparte de buscar la verdad y comprender el funcionamiento del universo, era facilitar la vida de la gente e intentar ayudar a resolver aquellas amenazas que van surgiendo contra la humanidad. Sin embargo, como siempre me gusta recordar, la ciencia está hecha por personas y no solo sus motivaciones no son siempre honestas, sino que en muchas ocasiones se dejan llevar por su ego y por la necesidad de reconocimiento, ya sea el suyo propio, el de su institución o el de su país.
Los múltiples conflictos bélicos que han tenido lugar a lo largo de la historia nos han enseñado que aquellos ciudadanos que propician la victoria de su bando por su participación reciben un trato de favor. Y, por supuesto, la participación de los científicos y sobre todo sus conocimientos científico-tecnológicos resultaban valiosísimas aportaciones en el campo de batalla. Según la tradición Arquímedes fabricó diversos artilugios que ayudó a la ciudad de Siracusa cuando se produjo la Guerra Púnica entre Roma y Cartago. De ahí, que el sentimiento de compromiso hacia las sociedades que tienen los científicos cuando se producen conflictos bélicos reciba el nombre de “complejo de Arquímedes”.

Esta obligación moral de los científicos de aportar sus conocimientos para ganar ventaja en el desarrollo de las guerras se ha puesto de manifiesto especialmente en las batallas ocurridas a lo largo del siglo XX. Además, esta implicación de los científicos en las mismas ha puesto de relevancia la importancia de la ética científica. Al inicio de la Primera Guerra Mundial, se produjo un gran movimiento patriótico en Alemania, al cual los científicos alemanes (pero también escritores y filósofos) se unieron para elaborar una carta con el objetivo de justificar los hechos políticos que habían iniciado el conflicto con el objetivo de salvar el honor de su país y el suyo propio. Pensando que su prestigio como científicos sería suficiente para convencer a los neutrales del papel de Alemania en la guerra. Sin embargo, muchos de los que recibieron la misiva encontraron la misma como una gran manifestación de arrogancia. A diferencia del intento de justificar el inicio de la guerra por parte sus colegas científicos alemanes, Georg Friedrich Nicolai intentó hacer un llamamiento a la paz haciendo hincapié en la universalidad del conocimiento científico. Para ello, este catedrático en fisiología escribió una carta con el título “Manifiesto a los europeos”. Sin embargo, aunque Albert Einstein apoyo tal manifiesto poca gente más apoyó dicha carta.
Durante la Primera Guerra Mundial, los diferentes estados comprendieron que la ciencia y la tecnología eran esenciales para su seguridad y que los nuevos avances que podrían desarrollar eran la mejor opción de tener ventaja no solo de producirse otro conflicto bélico sino también en periodos de paz. A sabiendas de esto, la Academia de Ciencia parisina proporcionó toda su preparación y talento con el objetivo de participar de alguna forma en la defensa de Francia. No solo los científicos ofrecieron sus conocimientos a sus respectivos países, sino que muchos de los gobiernos crearon organismos específicos para realizar proyecto científico-tecnológicos relacionados con la defensa y el ataque militar. La idea era que los científicos crearan nuevos artilugios que ayudaran en la lucha pero que también fueran capaces de contrarrestar los inventos que hicieran los enermigos. En el Reino Unido se creó el Board of Invention and Invention and Reseach (BIR) que desarrollaron varios sistemas de detección marina como los hidrófonos o el sonar.

El uso de productos químicos no fue un invento de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, sí que se produjo una generalización que dio lugar a una guerra química en la que se emplearon compuestos como el gas mostaza. Aunque su no fue decisivo en ninguna de las grandes batallas, el uso de este tipo de armas y sus consecuencias quedaron retratadas dentro del pensamiento colectivo como ejemplo de la crueldad y “del todo vale” que se produce en los conflictos bélicos. A pesar de que esta práctica se prohibió el 17 de junio de 1925 en el marco del Protocolo sobre la prohibición del empleo en la guerra de gases asfixiantes, tóxicos o similares y de medios bacteriológicos, algunas sustancias como el napalm (gasolina gelatinosa) se siguieron usando en por algunos ejércitos en varias guerras, entre ellas la Guerra de Vietnam.
Debido al nacimiento de la guerra química fue necesario desarrollar artilugios defensivos contra este tipo de sustancias, las máscaras de gas. Para su fabricación se utilizaron filtros de tres capas que contenían carbono y otros compuestos químicos. Curiosamente, los conocimientos para el desarrollo de este medio defensivo se obtuvieron de los trabajos sobre los pigmentos de las plantas del químico Richard Martin Willstäter.

En la Segunda Guerra Mundial, los diferentes países optaron por utilizar directamente a sus jóvenes científicos para el desarrollo de nuevas tecnologías en lugar de mandarlos al frente como simples soldados. Y esto hecho, propició uno de los mayores daños que ha sufrido la humanidad a lo largo de su historia, la creación de la bomba atómica y la posibilidad de una guerra nuclear. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, un bombardero norteamericano liberó sobra la ciudad japonesa de Hiroshima la bomba atómica llamada Little Boy. Apenas un minuto después de estallar, esta bomba produjo una enorme onda expansiva con una característica forma de champiñón. Todo quedó arrasado en un radio de 5 km debido a los 300.000 grados centígrados alcanzados por la bola de calor producida por la bomba y que impidieron que la ciudad dejara de arder hasta que se consumió todo aquello que era combustible. Murieron de forma inmediata al menos 70.000 personas y varios miles más en los días siguientes con indescriptible sufrimiento. Tan solo tres días más tarde, EEUU dejó caer la bomba Fat Man sobre la ciudad de Nagasaki produciendo con las mismas terribles consecuencias. Pocos días después de la segunda bomba Japón anunció su rendición.Explosión de la bomba Little Boy sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 (izquierda); explosión de la bomba Fat Man sobre Nagasaki el 9 de agosto de 1945 (derecha).
Varios de los científicos que formaban parte del Proyecto Manhattan, el encargado de investigar y desarrollar las primeras armas nucleares, expresaron su preocupación en relación al peligro de provocar una carrera armamentística. Estos científicos sabían que la construcción de la bomba nuclear solo sería el principio de un peligro para la humanidad a largo plazo. Después de lo acontecido en Hiroshima y Nagasaki muchos científicos se sintieron incomodos y horrorizados con lo que habían creado. Por ello, poco después del bombardeo sobre Hiroshima pidieron al gobierno de EEUU que las armas nucleares fueran prohibidas. De hecho, Robert Openheimer, físico teórico con una destacada participación en el Proyecto Manhattan, se negó a seguir con el desarrollo de nuevas armas y dedicó el resto de su vida a intentar compensar de alguna forma lo que había hecho. En este sentido, no solo los científicos que participan en la fabricación son responsables, sino que, al final, la decisión de utilizar este tipo de armas depende del político que esté al mando.

Otra cuestión distinta sería cual sería la responsabilidad moral de aquellos científicos que trabajan en un proyecto cuyo objetivo desconocen o de aquellos cuyos conocimientos se utilizan posteriormente en aplicaciones impensables en el momento de su descubrimiento. Y es que no debemos olvidar que como la ciencia la hacen las personas, los conocimientos obtenidos a partir de la ciencia básica pueden usarse en aplicaciones tanto “buenas” como “malas”.
Referencias:
Responsabilidad ética del científico durante la ejecución de un conflicto bélico